Meritocracia o utopía: cuando el esfuerzo no basta
Hola a tod@s,
Hoy quería aprovechar esta entrada para reflexionar sobre un discurso social, que se repite con mucha frecuencia en la actualidad, una idea que, a primera vista parece justa y hasta motivadora: la meritocracia.
Aunque no es un tema que hemos tratado directamente en esta asignatura, sí conecta profundamente con la organización de las instituciones, especialmente las educativas, pero también con otros ámbitos como veremos más adelante.
La lógica es conocida: si te esfuerzas, si trabajas duro, si haces "lo correcto", llegarás lejos. Está promesa socialmente aceptada como meritocracia, está tan instalada en nuestra sociedad y cultura que a menudo ni siquiera se cuestiona. Pero ¿es realmente tan justa como parece? ¿Hasta qué punto refleja la realidad que vivimos, sobre todo en contextos como el educativo?
En teoría la idea es, sencilla y atractiva: cada persona progresa por su propio mérito, sin importar de donde venga, sino en función de lo que haga con lo que tenga. La idea parece romper con las jerarquías tradicionales basadas en el apellido, la herencia o los contactos.
Sin embargo, cuando se traslada a la práctica, esa promesa utópica empieza a tambalearse. Ya que no todas las personas parten del mismo lugar, ni tienen acceso a las mismas oportunidades. Algunas han crecido rodeadas de apoyos, referentes, recursos, en cambio, otras se enfrentan a obstáculos desde el principio. En este contexto, la meritocracia puede volverse una trampa: si alguien no llega, se le culpa de no haberse esforzado lo suficiente, sin mirar lo que tuvo, o no a su favor.
Asimismo, esta lógica individualista debilita la cohesión social. Si todo se mide en función del esfuerzo y resultados personales, cada uno compite por destacar, y se va perdiendo el sentido de lo colectivo del con y para los demás, todos nos volvemos más egoístas.
La escuela por ejemplo, se presenta muchas veces como ese lugar neutral donde todos empezamos desde el miso sitio y donde lo que marca la diferencia es el esfuerzo. Ya lo decía Pierre Bourdieu: lo que llamamos “mérito” muchas veces está muy condicionado por todo lo que traemos de casa —el lenguaje que usamos, la manera de expresarnos, lo que se espera de nosotros, lo que hemos aprendido a valorar o a temer.
Por ejemplo, pensemos en dos estudiantes: Ana vive en un entorno donde hay libros en casa, sus padres han ido a la universidad, la ayudan con los deberes, y tiene una habitación propia para estudiar en silencio. David, en cambio, comparte cuarto con sus dos hermanos, no tiene ordenador en casa y muchas veces falta al instituto para cuidar a su hermana pequeña mientras su madre trabaja. Cuando ambos llegan al aula, el sistema les pide lo mismo. Se les evalúa igual. Pero el punto de partida no tiene nada que ver.
Por eso, no todos llegamos a la línea de salida con las mismas zapatillas. Algunos ya corren con ventaja sin saberlo, otros en cambio arrastras mucho incluso antes de empezar. Y si no somos capaces de ver esas diferencias, seguiremos creyendo en una carrera justa cuando en realidad no lo es.
La meritocracia también invisibiliza muchas realidades. Si alguien no llega a la universidad, no consigue un trabajo o no logra "salir adelante" el discurso meritocrático dirá que es por falta de esfuerzo y así sin darnos cuenta, terminamos juzgando y culpando a las personas por unas condiciones que muchas veces escapan de su control, en lugar de cuestionar el sistema que las produce.
Como vimos en el caso de Ana y David, el sistema educativo muchas veces no corrige las desigualdades, sino que las acentúa. Evaluar a todo el mundo por igual, sin tener en cuenta sus condiciones de partida, no es justo. El acceso a apoyos, recursos o simplemente un entorno adecuado marca diferencias reales, aunque no sean siempre visibles. Pero si no las reconocemos, seguimos premiando al que más tiene, no al que más se esfuerza.
Este tipo de crítica también la hizo Ivan Illich en su obra La sociedad desescolarizada, para Illich, la escuela actúa como una especie de fábrica de títulos: quien tiene uni vale, quien no lo tiene se queda fuera. Pero no todos tienen las mismas posibilidades de conseguir ese certificado. Al final, el sistema premia a quienes ya sabían cómo jugar con esas reglas, mientras que otros no sabían ni de su existencia.
Y lo más grave, según Illich, es que la escuela convierte el aprendizaje en una obligación institucional, en lugar de que sea algo libre, humano y con sentido propio, el aprendizaje se transforma en una herramienta para clasificar.
Por último esta idea meritocrática también atraviesa muchas instituciones, desde la escuela hasta Edmundo laboral. En teoría, se premia al profesorado más competente, al alumnado más brillante o al trabajador más productivo. Pero ¿quién define ese mérito? ¿que se tiene en cuenta y que queda fuera?
La organización no es neutral. Esta condicionada por decisiones sociales, culturales y políticas. Si una escuela agrupa por rendimiento sin considerar el contexto, o premia solo ciertas formas de participación, no está valorando el mérito real: está reforzando desigualdades. En el trabajo pasa lo mismo: contactos, condiciones familiares, horarios… todo influye, aunque no siempre se diga.
Entonces, ¿es la meritocracia una utopía? Tal vez sí, tal vez no, pero está claro es que no podemos seguir tomándola como una verdad incuestionable.
NO se trata de decir que el esfuerzo no vale. Al contrario, el trabajo, la constancia, el compromiso son valores que tienen un peso importante en nuestras trayectorias. Pero necesitamos reconocer que el mérito no siempre tiene las mismas condiciones para desarrollarse, ya que no todas las personas pueden esforzarse de la misma manera porque no todas parten del mismo sitio. Como plantea Illich, el reto no es abandonar el ideal de mérito, sino transformarlo, que deje de ser una excusa para justificar desigualdades y se convierta en herramienta para construir justicia y una sociedad más digna.
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