OTRA FORMA DE ENSEÑAR ES POSIBLE
Una de las claves de este cambio es la relación entre enseñanza y aprendizaje, entrando en juego la metodologías activas, un concepto que, aunque suene técnico, está lleno de sentido cuando se vive en primera persona.
La LOMLOE, como hemos visto, promueve una escuela centrada en el desarrollo de competencias clave, no solo en acumular información, si no en adquirir conocimientos que nos sean útiles en nuestro día a día y podamos ponerlos en práctica. Esto significa preparar al alumnado no solo para aprobar, sino para vivir, participar, reflexionar, colaborar, etc.
Por lo tanto no podemos entender las metodología activas como una mera técnica didáctica, si no como una forma de concebir el aula como un espacio de participación real, donde el estudiante es protagonista de su aprendizaje y no un simple receptor de contenidos. Esta manera de enseñar no se limita a “hacer cosas diferentes”, sino que transforma la dinámica del aula: la convierte en un lugar donde se construye, se reflexiona y se vive el conocimiento.
Yo he tenido la suerte de vivir en primera persona algunas de estas experiencias, y desde luego no puedo decir que todas fueron ideales pero, sin duda, de las más significativas de toda mi etapa escolar. Los días o actividades que más recuerdo, son aquellas en las que trabajábamos por proyectos, investigábamos por nuestra cuenta o preparábamos presentaciones en grupo. Lo que más me gustaba era compartir el proceso ya que teníamos que debatir, contrastar ideas, organizarnos, equivocarnos juntos, aprender a escucharnos y a apoyarnos.
Desde que tengo uso de razón, en mi colegio hemos trabajado por grupos, pero eso no quiere decir que siempre fue fácil. A veces había conflictos, diferencias de ritmo o de implicación. Pero también fue ahí donde más aprendí. Aprendí de mis compañer@s, de sus formas distintas de ver las cosas, de sus conocimientos y habilidades, y también de mí misma, al verme capaz de aportar, de explicar algo a otro, de asumir un rol que nunca pensé que podría tomar.
Me hacía sentir parte de algo, de una comunidad que compartía, que reconocía que lo que haces tiene valor. Sentir que no estás sola en el proceso, que lo que sabes puede ayudar a otro. Todo eso, en un examen, jamás lo encontré. Lo encontré cuando nos dieron voz, confianza y espacio para construir juntos.
Ojalá esas experiencias hubieran sido la norma y no la excepción. Porque cuando el aprendizaje se vive desde lo compartido, desde el hacer y el dialogar, deja de ser una obligación abstracta para convertirse en algo que tiene sentido, que emociona, que deja huella.
Entonces: ¿Que tipo de escuela queremos construir?
¿Una en la que aprender signifique solo repetir y rendir cuentas?. Yo lo tengo claro. Quiero una escuela donde el aprendizaje tenga sentido, donde se escuche al alumnado, donde se construya en colectivo, y donde se valore tanto el proceso como el resultado. Escuela que no solo enseñe, si no que forme personas críticas, conscientes y capaces de convivir y aportar al mundo.
Ahora bien: ¿Como podemos hacer que dejen de ser excepciones estas experiencias activas? En mi opinión creo que todo empieza por cambiar nuestra percepción hacia la escuela, confiando en el potencial de los alumnos, rompiendo con lo que “siempre se ha hecho así”, y creyendo que otra manera de educar no solo es posible, sino necesaria.
¿Vosotros como lo haríais?
PD: Me gustaría terminar esta entrada agradeciendo a Sergio, ya que el también me ha enseñado nuevas formas de aprender. Nunca imagine encontrar un profe como él, por todo el empeño y cariño que le pone a lo que enseña, hace que ese amor y entusiasmo se contagié y todo se haga mucho más sencillo.
Comentarios
Publicar un comentario